Elecciones en Dictadura

 



    Los resultados de las recientes elecciones presidenciales en Rusia fueron divulgados sin sorpresa, revelando un margen del 87.8%, un cifra que, si bien no alcanzó el grotesco 99% de Lukaschenko, dejó un mínimo espacio para sugerir una semblanza de oposición electoral tolerada por el régimen de Putin. Sin embargo, estas elecciones, típicas de regímenes dictatoriales, fueron más una farsa que un fraude evidente. La distinción entre farsa y fraude es crucial aquí: mientras que el fraude implica manipulación de votos, la farsa es un ritual que busca legitimar un poder antidemocrático, en este caso, el de Putin. Es innegable que Putin, como otros líderes dictatoriales, recurre a estas farsas electorales para mantener su apariencia democrática, aunque su verdadera naturaleza sea evidente para el pueblo y la opinión pública. Entonces, ¿por qué los dictadores persisten en este engaño si todos saben que es solo eso, un engaño? La respuesta radica en la necesidad de mantener la ilusión de legitimidad, incluso ante la propia dictadura. En la mente del dictador, él no es un opresor, sino un líder elegido por su pueblo, una figura casi mesiánica. Sin embargo, esta creencia requiere constantes verificaciones, incluso desde dentro del régimen mismo.



Indudablemente, los dictadores, al igual que quienes detentan el poder, comprenden que este posee al menos dos facetas: la violencia y la legitimidad. Es por esta misma razón que los dictadores se esfuerzan por vincular el ejercicio de la violencia con la legitimidad del poder, o peor aún, aspiran a ser temidos pero también, en palabras de Maquiavelo, amados por sus súbditos. Sorprendentemente, en numerosos casos, este afecto es genuino. Es más, los líderes dictatoriales más despiadados a menudo reciben más amor y adoración que los más benevolentes gobernantes democráticos, quienes, en el mejor de los casos, solo son objeto de respeto. A su vez, los dictadores profesan un amor hacia sus pueblos, o hacia la imagen que ellos mismos han creado de "sus pueblos". Desde Hitler y Mussolini hasta Stalin, Castro y Pinochet, no solo inspiraron temor, sino que también fueron venerados por amplios sectores de la población, mientras proclamaban su supuesto amor hacia ellos. Por lo tanto, no hay motivos para dudar de que Putin no goce del amor de la mayoría del pueblo ruso.


Cada dictadura se sustenta en una relación de afecto profundamente arraigada. Esta conexión entre el dictador y el pueblo trasciende lo meramente político, adentrándose en un ámbito emocional, donde la racionalidad cede paso a las emociones. La decadencia de una dictadura comienza a gestarse cuando esa pasión desbordante entre el líder y sus súbditos comienza a desvanecerse. Durante el convulso período de 1989-1990, ¿quién podía profesar amor por líderes como Brézchnev en la URSS, Honecker en la Alemania Oriental o Ceausescu en Rumania? Más bien, estos líderes eran objeto de desprecio y burla, incluso sin llegar a ser odiados. Al igual que en las relaciones personales, el desamor precede al desprecio, culminando en un divorcio, ya sea formal o tácito. En retrospectiva, el colapso del comunismo no debería haber resultado tan sorprendente, dado el profundo desdén que los líderes comunistas inspiraban en sus pueblos. Sin embargo, esta dinámica no parece aplicarse a Putin. A pesar de las dudas sobre la legitimidad de su victoria electoral, la esencia de las elecciones en un país donde las instituciones y la Constitución han perdido su influencia apunta más hacia una farsa que un fraude evidente. Por lo tanto, afirmar que las elecciones rusas carecieron de validez, basándose únicamente en el engaño y la coerción empleados para obtener votos, sería una simplificación. Si bien puede haber habido irregularidades, estas no se limitan a la manipulación de votos, como señala Anne Applebaum, sino que también se reflejan en la ausencia de debates y la prohibición de partidos opositores durante el proceso electoral. En resumen, la contienda liderada por Putin no fue una elección política legítima, sino más bien una representación teatral destinada a demostrar que el líder es amado por su pueblo, una afirmación que, aunque probablemente cierta, carecía de una certificación notarial.



Los pueblos no son democráticos por definición.



Putin, sin ambages, no ascendió al poder por el respaldo de un pueblo políticamente consciente, sino más bien por el apoyo de una masa popular. En este sentido, las elecciones que legitimaron su dictadura no constituyen una anomalía, sino más bien una manifestación típica en la tumultuosa historia política de Rusia. De manera irrefutable, solo en breves intervalos ha emergido algo que se asemeje a la democracia en Rusia: el gobierno parlamentario de Kerenski en febrero de 1917, el fugaz periodo de la Perestroika de Gorbachov en 1985, el mandato de Yeltsin en 1991 y, quizás, el primer gobierno de Putin entre 2000 y 2008.


Si bien Rusia puede enorgullecerse de su rica tradición cultural, su trayectoria política es lamentable. Es por esta razón que Putin, consciente o no, se aferra al amparo de la legalidad nacional y de los compromisos internacionales.


Putin, en todo su esplendor, no representa una excepción en la cadena de dictadores que ha asolado Rusia. Por el contrario, encarna la continuidad histórica de este sombrío legado. En cierto sentido, Putin encarna el arquetipo del político puro, en la línea de los preferidos por Carl Schmitt, tales como Hitler y Lenin. Para un autócrata como Putin, la política es simplemente una lucha por el poder, sin más consideraciones. Sin embargo, al no ser un demócrata, requiere erradicar cualquier vestigio de democracia en su pueblo. Esta podría ser la razón detrás del intento de asesinato de Navalni poco antes de las elecciones.


Alexei Navalni, carismático y defensor de la razón democrática, representaba una amenaza para Putin, no tanto por su base de seguidores, sino por su discurso racional en contra del régimen. Navalni no solo abogaba por votar en contra de Putin, sino por votar de manera racional, sin emociones extremas, por el candidato con más posibilidades de derrotar al líder en el poder. Su enfoque desmantelaba la lógica emocional del poder de Putin. Aunque en el momento de su asesinato Navalni quizás no representaba una amenaza inmediata, su lógica política sí lo era.


Nadie creía con tanta convicción como Navalni en la farsa de las elecciones de Putin. Sin embargo, nadie también abogaba con tanto fervor por la participación en dichas elecciones. ¿Una contradicción? En absoluto. Como demócrata, Navalni comprendía que los regímenes antidemocráticos deben ser desafiados, no mediante la abstención, sino participando activamente en sus propios juegos. Es posible que, de haber llamado a la abstención, Navalni aún estuviera vivo. Su asesinato fue resultado de su llamado a desarticular el sistema de la farsa desde dentro, en estrecha colaboración con el pueblo, incluso si gran parte de este seguía siendo partidario de Putin.


Llegará el momento en que debamos abandonar la noción nunca verificada de que los pueblos son intrínsecamente democráticos y que los dictadores son simplemente opresores que van en contra de la voluntad de sus ciudadanos. Si la mayoría de estos líderes han logrado mantenerse en el poder durante largos períodos, no es únicamente debido a la represión que ejercen, sino más bien porque a menudo ocupan ese lugar en respuesta a una voluntad popular que, en ocasiones, puede ser abrumadora.


Los pueblos no nacen democráticos, pero tienen la capacidad de evolucionar hacia la democracia cuando las élites llegan a la conclusión de que el poder, para ser sostenible, debe ser compartido y eventualmente cuestionado. El verdadero nacimiento de la democracia no reside en el poder mismo, sino en el poder dividido entre partidos políticos. Esta división es la esencia fundamental de toda democracia, seguida de la institucionalización del poder partidista y, crucialmente, su constitucionalización. Putin, en su afán destructivo, ha socavado estas bases incluso antes de que se establecieran. Es por esta misma razón que la democracia no está garantizada en ningún país del mundo. Incluso en la democracia más antigua de nuestra era, la de Estados Unidos, el tejido democrático puede ser desgarrado en cualquier momento. Trump demostró esto con su incitación al asalto al Capitolio. Aunque no logró su objetivo de inmediato, sembró la semilla de la desconfianza en las instituciones, un hecho que podría ser altamente perjudicial a corto o mediano plazo.



Democracia y democratismo


La democracia institucional, también conocida como democracia liberal, es tan delicada que puede ser socavada incluso por un exceso de democracia. Es crucial diferenciar entre la vocación democrática y el democratismo: este último convierte a la democracia en una ideología rígida. Para un democratista, todo en una democracia debe someterse al escrutinio público, incluso los secretos de estado. En contraste, un demócrata comprende que en ciertas circunstancias, como la guerra, no todo puede ni debe ser objeto de debate público. La democracia participativa, al descartar su carácter representativo, deja de ser verdadera democracia, ya que ningún pueblo puede representarse a sí mismo.


La esencia de la democracia radica en el debate, tanto parlamentario como en la confianza depositada en los representantes elegidos. Sin embargo, el debate abierto sobre el suministro de armas a Ucrania en algunos países europeos se asemeja más al democratismo, lo cual puede ser perjudicial para la democracia misma. Como dijo un comentarista radial, la discusión pública en Europa sobre la ayuda a Ucrania ha llegado a ser tan amplia que Putin podría prescindir de los servicios de inteligencia y simplemente leer la prensa. Este fenómeno podría compararse con la antigua Atenas, donde mientras los ciudadanos debatían en el ágora, Esparta y Persia se armaban sin rendir cuentas a nadie.


La democracia ejerce una atracción poderosa en los países dominados por dictaduras porque apela a un deseo fundamentalmente humano: el deseo de ser libre. Por lo tanto, la democracia debe protegerse contra sus enemigos internos y externos, especialmente en tiempos como estos, cuando Rusia, respaldada por Irán y China, ha declarado una guerra contra Occidente.


¿Por qué Putin celebra elecciones? Parte de la respuesta radica en la necesidad de legitimar su poder ante sí mismo y ante el mundo. Sin embargo, hay una razón más fundamental: al convertir las elecciones en un pilar de su dictadura, Putin socava el significado mismo de la democracia. Por lo tanto, el reconocimiento de algunas democracias occidentales a las elecciones en Rusia no solo es moralmente vergonzoso, sino también un acto de autolesión para sus propias democracias.


El derecho a la autodeterminación de los pueblos no puede ser malinterpretado como el derecho a la autodeterminación de los tiranos, como lo hacen dictadores como Xi, Orban y Lula. Las elecciones son esenciales para las democracias, pero solo tienen sentido dentro de ellas. Sin elecciones, no hay democracia, pero las elecciones por sí solas no constituyen democracia. Por lo tanto, el deber de todo demócrata, especialmente bajo una dictadura electoral, es convertir las elecciones en una herramienta de lucha democrática, no en un mero adorno dictatorial. Este enfoque, el "voto inteligente", es el legado que nos dejó Navalni.

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