La Batalla Cultural (el enemigo de la Globalización)


    La identidad nacional es un proceso histórico y geográfico dinámico, sujeto a cambios constantes. Es construida por individuos y grupos sociales que nacen o viven en un territorio, a través de un discurso ideológico homogeneizador y la influencia cultural proveniente de interacciones con otros países, potenciada por la globalización. Este último aspecto no solo impacta en lo económico, sino también en la difusión de información, ideas, valores y comportamientos que son asimilados por las personas a través de conductas, símbolos y significados relacionados con la adopción de modelos culturales extranjeros. En este contexto, es importante comprender que estamos ante un proceso evolutivo, dinámico y complejo, que forma parte de los procesos de socialización que vinculan las prácticas cotidianas de los individuos, mediante la diversidad y el intercambio cultural.


Consideraciones preliminares:


En el contexto actual, el mundo experimenta un constante cambio, donde los eventos diarios en nuestros países están interconectados con situaciones globales. La globalización, que abarca aspectos económicos, políticos, sociales y culturales, tiene una influencia destacada en esta realidad en constante evolución.


Los avances tecnológicos, el crecimiento de las relaciones comerciales, las migraciones y las transformaciones político-económicas han generado una mayor integración global y una interdependencia relativa que afecta diversos aspectos de la vida social, incluyendo la economía, la política, la ecología, la comunicación y la cultura, así como el fenómeno de la identidad.


La globalización acelera los procesos de cambio social, donde los medios de comunicación masiva desempeñan un papel crucial en el intercambio de información, ideas, valores y conocimientos, contribuyendo a la transformación cultural. Sin embargo, esta influencia de los medios también plantea desafíos en la construcción de identidades nacionales, siendo necesario analizar críticamente su impacto y evitar visiones simplistas que los responsabilicen únicamente de homogeneizar las mentalidades o de promover prácticas superficiales y consumistas.


En este sentido, es fundamental reconocer que nuestro país se encuentra cada vez más integrado en el contexto global, lo que requiere un análisis reflexivo y valorativo de este fenómeno, considerando los nuevos vínculos con otras naciones y culturas.


Además, se evidencia una relación más estrecha con las demandas de una sociedad en constante y profundo cambio en los años venideros.


Para ciertos sectores sociales, el fenómeno de la globalización cultural ha exacerbado lo que se denomina crisis de identidad, donde actitudes y comportamientos ajenos son adoptados bajo la influencia de la industria cultural y los medios de comunicación. Abarca (2001) sostiene que "... en las últimas décadas, gran parte de la sociedad costarricense ha sido sometida a un rápido proceso de transformación de sus hábitos, costumbres y actitudes" (p. 9). Desde esta perspectiva, la globalización se presenta como un proceso unificador dentro de las naciones. Sin embargo, Leandro (2002) plantea que la realidad ha revelado una serie de contradicciones dentro de los Estados Nacionales, lo que ha propiciado prácticas discriminatorias hacia ciertos grupos marginados de la sociedad. Considera que "... a pesar de que el discurso de la globalización se presenta como unificador (de economías, mercados, fronteras, entre otros), en la realidad ocurren situaciones bastante distintas. Los procesos de xenofobia y discriminación social en general se agudizan, convirtiendo cada vez más al mundo en un lugar polarizado donde solo existen los excluidos y los incluidos, aunque ambos lugares sean, paradójicamente, globalizados" (p. 52).


El discurso de la homogeneización cultural, fundamentado en principios como el individualismo y el consumismo, encuentra en la juventud uno de los sectores más receptivos a nuevas ideas. Sin embargo, los intercambios que se producen a través del proceso de interacción social no deben ser considerados únicamente desde una perspectiva pasiva, ya que se reconoce que la juventud participa y contribuye en dicha relación, gracias al proceso de socialización.


Por lo tanto, si bien es cierto que dentro del contexto histórico de la globalización el aspecto económico es relevante, no debe ser la única variable considerada. Elementos como lo social, lo político y lo cultural también inciden en la construcción de los procesos identitarios. Ante esta situación histórica que evidencia una mayor integración, es imperativo analizar la posición de la juventud en este entorno de cambios, pues comprender los desafíos que enfrenta la juventud en los albores del siglo XXI es crucial para determinar los retos del educador en el contexto de la globalización.


Cultura, educación y juventud:


A lo largo de la historia, la educación ha desempeñado un papel conservador en la configuración de la identidad nacional, dentro de un marco de discurso ideológico esencialista y hegemónico, reproduciendo ciertas normas, ritos y valores nacionalistas. Sin embargo, según Denis (1995), el aspecto formativo no debe limitarse al resguardo de valores sociales establecidos, sino que debe ser lo suficientemente flexible y dinámico como para adaptarse a la cambiante realidad del sistema de valores de la sociedad o de cada grupo humano (p. 3). Por lo tanto, es crucial comprender el entorno sociocultural en el que vivimos y luego fomentar alternativas hacia la formación de individuos humanistas, respetuosos del medio ambiente y tolerantes hacia las prácticas culturales de otros grupos humanos y su entorno cotidiano.


Es evidente que los procesos identitarios están influenciados por un contexto específico, en el que los individuos y los grupos comparten diferentes espacios sociales a través de la interacción comunicativa, comportamientos y símbolos culturales. Estos espacios son escenarios de dominación y resistencia, conformismo y oposición, subordinación o crítica; por lo tanto, la escuela se presenta como un espacio cultural y político donde se lleva a cabo un constante enfrentamiento y lucha entre grupos diversos, en el que se construyen y reconstruyen los contenidos culturales y las relaciones sociales (Denis, 1995, p. 5).


Por ende, es crucial analizar en el aula los elementos valorativos presentes en los comportamientos y significados de la juventud, los cuales están estrechamente vinculados con las prácticas culturales que incorporan en su vida cotidiana. Es necesario reflexionar sobre la responsabilidad del educador para llevar a cabo una educación inclusiva, vivencial y respetuosa de la diversidad. En este sentido, el aula se concibe como un espacio donde se construye una pluralidad de conocimientos con sentido y significado cultural.


En el mundo actual, la juventud se enfrenta a una compleja realidad marcada por los intereses económicos globales de una sociedad globalizada, que promueve el consumo en detrimento de la creatividad. Los medios de comunicación, como las telenovelas, los videojuegos y Internet, perpetúan estereotipos y objetivan a los jóvenes como consumidores de productos que ofrecen sexo, violencia, drogas y modas, haciéndoles creer que lo pasado es obsoleto.


Sin embargo, según Achugar, citado por Rivera (1997), la construcción de las identidades no puede reducirse a simples análisis superficiales. Por ejemplo, llevar una camiseta con el logo de una banda de rock extranjera no implica falta de identificación con el país. Por lo tanto, medir la identidad nacional únicamente a través de este tipo de parámetros es insuficiente; es necesario comprender la dinámica del cambio social.


El aula es un espacio fundamental para reconocer cómo los estudiantes se identifican con su comunidad y cómo reciben y asimilan diferentes aportes culturales. Tanto educandos como educadores comparten conocimientos, valores y actitudes que forman parte de su identidad, lo que hace del aula un lugar propicio para reflexionar sobre la identidad nacional y el contexto histórico y geográfico que la contextualiza.


En la construcción de la identidad nacional, la geografía y la historia se entrelazan para interpretar y comprender el pasado de un pueblo en relación con los elementos espaciales, sociales, económicos, políticos y culturales que han experimentado cambios a lo largo del tiempo. Según Meléndez (2004), la geografía, en conjunto con la historia, ha sido fundamental para conocer el territorio y el pasado, elementos indispensables en los procesos de construcción nacional. Este conocimiento se refleja tanto en los libros geográficos como en los utilizados en la enseñanza de disciplinas, así como en el material cartográfico (p. 81).


En este contexto, Meléndez (2004) señala que el surgimiento de una identidad nacional en Costa Rica ha sido parte de un proceso gradual, marcado por el establecimiento del Estado-Nación y la delimitación de las fronteras políticas. Esto fortaleció el sentimiento de pertenencia a un territorio específico, junto con la construcción de un discurso político-ideológico por parte de las élites dominantes, promovido por el Estado a través de la educación. Este discurso ha permitido mantener un imaginario nacional en constante evolución y cambio para mantener su relevancia y significado (p. 27).


La construcción histórico-geográfica de la identidad nacional está cohesionada por la cultura de cada pueblo, su forma de vida y socialización. En este sentido, la identidad nacional permite a los miembros de un grupo social compartir una historia, un territorio común y otros elementos socioculturales, como el lenguaje, la religión, las costumbres e instituciones sociales (Leandro, 2002, p. 54).


Desde una perspectiva conservadora, la identidad nacional se refiere a un sentido de pertenencia que trasciende lo afectivo y se basa en la preservación de gustos, costumbres y valores nacionales. Altamirano (1997) enfatiza la importancia de preservar y elevar el carácter del ser costarricense para contribuir a la preservación de la identidad cultural del país (p. 89). Esta visión valora lo criollo, lo nativo, lo folclórico, lo autóctono y lo nacional como elementos fundamentales para afirmar la idiosincrasia de la cultura costarricense.


Carazo (1997) sostiene que para sobrevivir como nación es necesario utilizar el lenguaje de la patria, que es más pragmático, simple, vivencial e integrador (p. 127). En este contexto, el término "patria" se utiliza para respaldar un discurso nacionalista y reproductor, en el cual se ven amenazadas la institucionalidad, la familia, la religión y la educación ante el cambio, y por lo tanto, es necesario preservarlas. Zelaya (1991) también destaca la importancia de valorar la vida nacional, el espíritu y la fisonomía de la nación, y de sentirse orgulloso de las tradiciones (p. 7).


Es fundamental reflexionar sobre las posiciones conservadoras en el discurso de la identidad nacional, que a menudo tienden a idealizar identidades primordiales o auténticas como características esenciales e inmutables. Estas concepciones pueden conducir a procesos de exclusión, marginación y segregación étnica o nacional, al hacer abstracción de los elementos del pasado y establecer conceptos de "autenticidad" que se oponen radicalmente a otras culturas (Téllez y López, 2002, p. 22).


Ante esta compleja realidad, surge la pregunta inevitable: ¿Es la identidad nacional un concepto estático, inmutable? Esta interrogante adquiere diversos matices, ya que algunas perspectivas consideran la identidad como un proceso social y dialéctico en constante evolución, contraponiéndose a visiones ideológicas nacionalistas y conservadoras. Por ejemplo, Induni (2002, p. 69) sostiene que "la identidad no es un estado, sino más bien un proceso. Por lo tanto, no puede ser comprendida sino dentro de la dinámica del cambio social. En este sentido, la identidad es un fenómeno sociocultural, y como tal, histórico y político." Esta visión, que resalta la importancia del cambio social, reconoce que los significados que las personas atribuyen a la identidad están influenciados por sus contextos sociales, lo que implica que lo que es significativo para un grupo puede no serlo para otro. De esta manera, la identidad se relaciona con la integración de las personas en un mundo de significados específico y en una red particular de relaciones sociales (Leandro, 2002, p. 55). Por lo tanto, es en el proceso de socialización donde surge y se experimenta nuestra identidad, ya que es en este ámbito donde se construyen los significados y las condiciones tanto materiales como simbólicas que fundamentan las identidades (Induni, p. 55).


En el proceso de construcción de la identidad, Leandro (2002) distingue dos aspectos fundamentales: el altercentrismo y el etnocentrismo. El altercentrismo se refiere a la dependencia que lleva a las personas a adoptar modelos, valores, actitudes y otras manifestaciones culturales externas, consideradas superiores por el grupo social. Por otro lado, el etnocentrismo se relaciona con la creencia en la superioridad de los principios del propio grupo, mientras se rechaza y condena cualquier otra forma de entender, sentir y actuar ante la realidad (Leandro, p. 56).


Dado que la socialización es un proceso dinámico, es comprensible que las personas asuman valores hegemónicos y contradictorios dentro de la sociedad, lo que les exige nuevos comportamientos y actitudes. Así, la educación se transforma de acuerdo con los cambios sociales que enfrenta la sociedad: "...el proceso de socialización que experimentan las nuevas generaciones, tanto en su entorno social como en la escuela, cambia y se adapta al ritmo de las sutiles y rápidas transformaciones sociales. Por ejemplo, la ideología postmoderna, que corresponde a la estructura económica del liberalismo radical del mercado, está transformando de manera acelerada valores y actitudes aparentemente arraigados en las sociedades modernas y occidentales" (Pérez, 1997, p. 46).


Otros autores sostienen que "...las identidades, en lugar de ser estáticas y tender a la homogeneización, tienden hacia una reestructuración y recomposición permanentes" (Téllez y López, 2002, p. 19). Este fenómeno se debe al intercambio cultural y social, así como a la apropiación de elementos externos que se encuentran en los diversos grupos que conforman la sociedad, ya sea a través de la migración, los medios de comunicación de masas o la actividad comercial. Según Mato (1994, p. 16), "...la idea de que las tradiciones, culturas, identidades y diferencias son representaciones simbólicas socialmente construidas -y no legados pasivamente heredados- ha sido el foco de estudios relevantes". En resumen, estamos inmersos en un mundo cambiante en el que los diferentes puntos de vista forman parte de los procesos identitarios.


En contraposición a la homogeneización y heterogeneización planteadas en el discurso de la globalización, es importante destacar la posición de Giroux (1992), quien considera que la identidad "...ya no puede ser interpretada bajo la lente de la uniformidad cultural o impuesta mediante el discurso de la asimilación. Ha emergido una nueva cultura postmoderna basada en la especificidad, la diferencia, la pluralidad y los discursos múltiples" (p. 109). Desde esta perspectiva, García (1999) sugiere que "...las mismas empresas transnacionales, como Coca-Cola y Sony, están convencidas de que la globalización no implica establecer fábricas en todo el mundo, sino integrarse plenamente en cada cultura" (p. 51). Así, al compartir con otras identidades, nos relacionamos con otras culturas, lo que debe fomentar el intercambio cultural preservando a como de lugar tu cultura de origen.


Para culminar, la identidad nacional es un tema en constante debate, influenciado por diversas tendencias ideológicas y el fenómeno de la globalización. La diversidad de interpretaciones refleja la complejidad de este concepto en un mundo en constante cambio. Es esencial reconocer que la identidad nacional no es estática, sino que está sujeta a la transformación y al proceso histórico, en el cual la diversidad cultural desempeña un papel fundamental.

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